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Cuando la IA juega con el deseo

¿Qué pasa con nuestro cerebro, nuestra empatía y el futuro de las relaciones?

La inteligencia artificial está transformando nuestra manera de imaginar, desear y relacionarnos. Hoy puede recrearlo todo, incluso la violencia o el abuso, y eso plantea preguntas profundas sobre el cerebro, la empatía y el sentido de lo humano. Este artículo explora cómo las simulaciones virtuales afectan a nuestras emociones y vínculos, y propone una mirada consciente: usar la tecnología con propósito y presencia, como un espejo que amplía la creatividad y pone el deseo al servicio de la vida.




Hace unos días leí una noticia que me dejó en silencio. Hablaba de personas, algunas muy jóvenes, que utilizan la inteligencia artificial para recrear escenas sexuales con violencia extrema, con bebés, con animales, con acciones de mutilación…


Sentí un nudo en el estómago. Porque más allá de la tecnología, aquello hablaba de nosotros, los humanos.


Podemos engañarnos pensando que el mundo digital es un juego, que lo que ocurre en una pantalla no tiene consecuencias, que tal vez si lo experimentamos en el plano virtual ya no necesitaremos plasmarlo en el plano real. Pero el cerebro no lo distingue del todo. Cuando imaginamos o actuamos a través de una simulación, el cerebro aprende igual: guarda imágenes, emociones y reacciones. Y cuando el deseo se mezcla con violencia y se experimenta sin conciencia ni conexión humana, deja una huella profunda: no libera, entrena. Y lo que se entrena, se refuerza.



¿Qué está pasando realmente?


Vivimos un momento en el que la tecnología puede crear cualquier cosa: podemos hacer que una máquina dibuje lo que soñamos, escriba lo que pensamos o incluso nos responda como si fuera otra persona. Esa potencia es fascinante... pero también peligrosa cuando no hay una consciencia despierta en quien la usa.


Cuando la IA se convierte en una herramienta para simular violencia o abuso, no está satisfaciendo una curiosidad inocente que se apaga después de la simulación. Está ayudando a entrenar al cerebro para mirar el dolor como algo neutro o incluso excitante.


Ese entrenamiento puede erosionar nuestra empatía y difuminar la frontera entre la fantasía y la realidad, desconectándonos poco a poco de la Vida (de la Vida en mayúsculas): de nuestra humanidad compartida, de nuestra brújula interior, de nuestra energía vital.


Estas prácticas no solo contribuyen al aumento de la violencia hacia los demás (como muestran el incremento de las agresiones sexuales en los últimos años), sino que también intensifican la desconexión con uno mismo. Crece la sensación de vacío, de falta de sentido, de desánimo... síntomas muy presentes en nuestra sociedad y cada vez más frecuentes.


De algún modo, todo esto alimenta esa forma sutil de apagarnos sin darnos cuenta, de ir perdiendo la chispa vital que nos vincula con lo que somos y con los demás.



Lo que dice la ciencia


La investigación en psicología y neurociencia muestra que la exposición repetida a contenidos violentos o sexualmente deshumanizadores desensibiliza al cerebro.

Es decir, reduce la respuesta emocional natural ante el sufrimiento y la empatía hacia los demás. Con el tiempo, necesitamos más intensidad para sentir lo mismo, y el umbral de lo que consideramos “aceptable” se desplaza poco a poco.


Cuando la violencia se asocia al placer, los circuitos neuronales del deseo y de la recompensa se entrelazan con los del dolor y la dominación, creando una conexión peligrosa: el cerebro aprende que controlar, humillar o destruir puede generar placer. Y aquello que el cerebro aprende, tiende a repetirlo.


En este sentido, los adolescentes son especialmente vulnerables, porque su cerebro aún está formando los circuitos de la empatía, la autorregulación emocional y el juicio moral. Cada experiencia, real o virtual, moldea su arquitectura cerebral y deja una huella duradera. Pero este aprendizaje no se detiene en la adolescencia: incluso en la edad adulta seguimos fortaleciendo o debilitando conexiones neuronales según los estímulos que consumimos y las emociones que repetimos.


Por eso, no es exagerado decir que estos usos de la IA van a condicionar no solo el desarrollo emocional de una generación, sino también el desarrollo vital de toda una sociedad: su manera de sentir, de relacionarse y de entender lo humano.



Hacia dónde podemos ir


El camino a seguir no está claro. Nos encontramos ante un reto nuevo, todavía desconocido. Pero, sin ser alarmistas, con lo que la ciencia nos aporta hasta el momento ya podemos afirmar que exponernos de forma continuada a estas simulaciones va a aumentar las dificultades psicológicas, las conductas de aislamiento y el riesgo de violencia relacional.

Porque todo lo que practicamos (también en lo virtual) deja huella.


No se trata de tener miedo a la tecnología, sino de mirarla con conciencia. Podemos hacer que la IA sea una aliada para conocernos mejor, crear, cuidarnos o explorar el deseo desde el respeto, recordando siempre que no solo nosotros entrenamos a la IA, sino que ella también nos entrena a nosotros.


La curiosidad, el deseo y la imaginación son fuerzas humanas poderosas. Pero necesitan canales que fortalezcan la vida, no que la destruyan. Leer, escribir, hablar sobre sexualidad con madurez, expresar emociones a través del arte o el movimiento… son formas reales de conocernos sin perdernos.


La IA también puede acompañarnos en nuestro desarrollo si la usamos con propósito y conciencia: para crear arte, reflexionar, aprender, generar diálogo y comprensión. Como un espejo que amplía nuestra creatividad y potencia nuestras capacidades, no como una pantalla que las sustituye. Cuando la tecnología se pone al servicio de la vida, el deseo recupera su raíz creativa.



Preguntas para pensar…


¿Qué estamos alimentando con nuestra manera de usar la tecnología: la conexión o la desconexión?


¿Cómo podemos compaginar y potenciar nuestro bienestar emocional y nuestra conexión vital con la tecnología que estamos creando?


¿De qué forma seguir cultivando bienestar y sentido, mientras la tecnología avanza y transforma lo que entendemos por vida y por humanidad?


¿Dónde ponemos hoy los límites éticos que protegen la dignidad humana?


¿Qué lugar queremos dar a la empatía, la ternura y la presencia en el futuro que estamos creando?



¿Y si el verdadero progreso fuera recordar lo que nos hace humanos?


Cada generación debe aprender a convivir con su tecnología. La nuestra tiene la misión de poner alma, presencia y conciencia en la inteligencia artificial. De recordar que detrás de cada imagen, simulación o código hay una pregunta esencial:

“¿Esto que hago me conecta con la vida y con los demás, o me aleja de ellos?”


Cuando aprendemos a hacernos esa pregunta, la tecnología se pone al servicio de la vida y el deseo deja de ser una fuerza oscura para transformarse en creatividad y brújula: una brújula que puede guiarnos hacia relaciones más libres, más tiernas y más humanas.

Hacia una vida con energía vital y sentido.


Porque progresar no es solo avanzar, sino evolucionar hacia una vida más consciente, más libre y más viva.






Si tienes hij@s adolescentes o jóvenes con los que te gustaría compartir estas ideas, puedes compartirles la versión LevelUp.

Y si este tema te ha resonado y ha despertado en ti nuevas reflexiones o inquietudes, puedes escribirme. Me encantará leerte y, si el ritmo de la vida nos lo permite, seguir la conversación.

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