Durante siglos, hubo personas que se dedicaban a contemplar, reflexionar y sostener el mundo desde el silencio. Hoy, en medio del ruido y la prisa, esa forma de mirar parece haberse perdido, aunque quizá solo esté buscando un nuevo lugar. Este artículo explora qué hemos perdido y qué podemos recuperar al reconciliarnos con la calma, la presencia y la vida interior.
Durante siglos, existieron lugares donde la vida interior tenía un espacio propio. Monasterios, ermitas, conventos… donde hombres y mujeres podían dedicarse a orar, reflexionar o contemplar el misterio de la existencia. La comunidad, a través de la institución eclesiástica, ofrecía techo, alimento y protección a cambio de algo invisible: presencia, reflexión, silencio, comprensión, sabiduría vital.
Quienes vivían en esos espacios no estaban aislados del todo: devolvían a la sociedad sus reflexiones, sus lecturas y sus consejos a través de personas que acompañaban en las parroquias, colegios o comunidades locales. De este modo, su contemplación se convertía en sabiduría compartida.
Hoy, en una sociedad que mide casi todo en términos de rendimiento, esa posibilidad parece haberse desvanecido. Ya no existen estructuras que sostengan la parte material de una vida dedicada a la contemplación. Nadie puede decir “mi trabajo es reflexionar, contemplar o meditar”, no porque no sea valioso, sino porque no hay una base material que lo haga posible. Y, sin embargo, quizá nunca hemos necesitado tanto esa mirada.
Lo que hemos perdido
Perdimos el reconocimiento de que la quietud también nutre a la sociedad. Perdimos la idea de que cuidar del alma es un acto de servicio. Perdimos la confianza en que alguien, al vivir en silencio, podía estar sosteniendo algo por todos.
Al desaparecer las instituciones que ofrecían refugio a la vida contemplativa, nos quedamos sin ese sostén colectivo del espíritu. Y la velocidad, el ruido y la exigencia ocuparon su lugar. El resultado es visible: cansancio profundo, saturación mental, desconexión de lo esencial.
No es casualidad que muchas personas sientan hoy el deseo de parar, de vivir más despacio, de escuchar algo más allá del ruido. En el fondo, es el mismo anhelo que movía a quienes se retiraban a una celda o a una montaña: el deseo de volver a sentir la Vida con mayúscula.
Lo que quizá hemos ganado
Con este cambio, también hemos ganado algo. Hoy podemos elegir nuestro camino interior sin depender de una institución ni de un dogma. Hemos ganado libertad de pensamiento, de fe y de búsqueda, algo impensable en otros tiempos, cuando la religión no solo ofrecía refugio espiritual sino también juicio, normas y condiciones para pertenecer a la sociedad.
También hemos ganado en la posibilidad de convertir la contemplación en algo cotidiano. Ante la imposibilidad de hacer de ella un modo de vida “a jornada completa”, muchas personas estamos aprendiendo a integrarla en el día a día de la sociedad en la que vivimos: no como una dedicación exclusiva, sino como una forma de mirar y de estar presentes.
La contemplación se ha hecho nómada, doméstica, cotidiana. Ahora puede habitar un vistazo por la ventana a primera hora, un paseo por el parque de al lado de casa, un rato de silencio al amanecer, una conversación sin prisa, una taza de té compartida, cocinar con atención, leer un poema o simplemente respirar con consciencia.
Existen nuevas formas de vida contemplativa:
- quienes meditan o practican yoga cada mañana
- quienes cultivan un huerto con atención plena
- quienes escriben, pintan o crean desde la consciencia
- quienes acompañan a otros desde la escucha profunda
- quienes leen, reflexionan y buscan sentido en lo cotidiano, compartiendo su comprensión con los demás
Así, el monasterio ya no tiene muros: está repartido por el mundo, habitando miles de vidas sencillas que sostienen la quietud en medio del ruido. Y, tal vez, esa forma silenciosa y plural de contemplación esté siendo hoy una fuerza aún más viva y transformadora que la de antaño.
Lo que podemos recuperar
No se trata de volver al pasado, sino de recordar lo que aquellas vidas nos enseñaban:
- que el silencio también es acción
- que la contemplación es una vía necesaria de conocimiento
- que la interioridad da profundidad a la mirada y sentido a lo que hacemos
- que cuidar del alma no es un lujo, sino un servicio a la Vida
Podemos empezar por algo pequeño: reservar unos minutos de presencia cada día, encender una vela, apagar el ruido un instante, mirar el mundo sin prisas. Volver a escuchar la mente con curiosidad, a sentir el cuerpo, a habitar el espacio con presencia, a vivir el tiempo con consciencia... para reconocernos en la Vida que somos y alinearnos con ella.
Porque cuando alguien se alinea con la Vida, algo en el mundo recupera su armonía.
Preguntas para pensar…
¿Quién sostiene hoy el pulso invisible del mundo?
¿Dónde encontramos refugio para la quietud?
¿Qué espacios, dentro o fuera de nosotros, pueden ser los nuevos monasterios?
¿De qué manera podemos cuidar el silencio, la presencia y la contemplación como un bien común?
¿Y cómo mantener la presencia interior mientras participamos en el movimiento del mundo?
¿Y si hoy el verdadero progreso requiere escucha, presencia y contemplación?
En cada época, el progreso se ha manifestado de distintas formas visibles: el descubrimiento del fuego, la invención de la rueda, la imprenta, la máquina de vapor, la electricidad, internet… Cada una de estas transformaciones externas ha estado sostenida, en mayor o menor medida, por momentos de reflexión, contemplación y presencia.
Pero tal vez ahora estemos viviendo la revolución de la consciencia: un movimiento más interior que exterior, donde avanzar significa aprender a escuchar, a sentir y a mirar con profundidad, para conocernos mejor y reconocernos en lo esencial que somos. Tal vez sea el momento de vivir desde esa esencia, para ponerla al servicio del mundo, al servicio de la Vida.
Progresar hoy es ser más consciente de quienes somos, para ser más humano. Y cada vez que alguien elige vivir con presencia, lucidez y coherencia, el mundo se vuelve un poco más humano.